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septiembre 28, 2009

HABLARÉ A TU CORAZÓN.‏


por Enrique Ruloff

 

Aunque no entendamos nuestro desierto, este siempre contiene la promesa de romance e intimidad con Dios. Según la declaración de Oseas 2.14 b, Dios promete: «allí le hablaré con mucha ternura, haré que se vuelva a enamorar de mi».

 

Cuando pensamos en un lugar para descansar o pasar un tiempo de vacaciones, por lo general lo hacemos en un lugar en donde hay extensiones verdes, ríos, mar, lagos o montañas. Ninguno de nosotros escogeríamos un desierto como el lugar ideal para descansar o tomarnos unas vacaciones. Para nosotros el desierto es sinónimo de vacío, muerte y confusión.

El Señor, no obstante, considera el desierto de manera diferente que nosotros. Según la evidencia que nos presenta la Biblia, para él el desierto es un lugar de vida, transformación, crecimiento, formación y nuevas oportunidades. El libertador del pueblo de Israel, por ejemplo, emerge luego de cuarenta años de formación en el desierto; me refiero a Moisés. El profeta que, según el testimonio del propio Jesús, fue el más grande de todos los tiempos, aparece luego de treinta años de formación en el desierto; me refiero a Juan el Bautista. El Salvador de la humanidad, Jesús, comenzó su ministerio público después de ser tentado durante cuarenta días en el desierto. Podríamos dar muchos otros ejemplos.

Encontramos, en la Palabra, que una y otra vez Dios desea llevarnos al desierto para restaurar o producir crecimiento en nuestras vidas. El término «restaurar» significa devolver algo o alguien a su estado anterior. Y ¿quién de nosotros no necesita, en algún momento, de restauración, ya sea económica, física, espiritual o psicológica?

Luego de comunicar un mensaje de juicio y denuncia contra Israel, el Señor  promete a Oseas: «Por eso voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón. Le daré sus viñas desde allí, y haré del valle de Acor una puerta de esperanza. Y allí cantará, como en los días de su juventud, como en el día de su subida de la tierra de Egipto.» (Os 2.14–15)

Tiempo atrás leí el libro Going through the dry times, de James Ryle. Este autor sugiere en su libro que en este pasaje podemos ver por lo menos cinco áreas que Dios desea restaurar en nuestras vidas. 

 

1. Restaurar nuestra capacidad de oír su voz

La Nueva Versión Internacional traduce estos versículos de la siguiente manera. «Por eso, ahora voy a seducirla. Me la llevaré al desierto y le hablaré con ternura. Allí le devolveré sus viñedos, y convertiré el valle de la desgracia en el paso de la esperanza. Allí me corresponderá, como en los días de su juventud, como en el día en que salió de Egipto.» Es interesante notar que la palabra hebrea traducida por «ternura» sugiere la idea de que  Dios desea hablarnos desde muy adentro. Dios busca restaurar en lo más profundo de nuestro corazón la capacidad de oír su voz.

Por muchos años he vivido en el campo y una de sus cualidades hermosas es que nuestros oídos físicos pueden distinguir una infinidad de diferentes sonidos. Diferenciamos el canto de un ave del aullido de otro animal. Recuerdo que los días posteriores a una abundante lluvia, en el silencio de la noche, mientras apoyaba mi cabeza sobre la almohada, podía escuchar claramente el ruido de la cascada que estaba a unos 300 metros de casa. El silencio del campo hace posible que podamos distinguir estos sonidos. A diferencia de ello, en la gran ciudad somos aturdidos por una gran cantidad de ruido. En medio de tanto bullicio no alcanzamos a distinguir los diferentes sonidos. No escuchamos el canto de un pájaro, la risa de un niño o el ronroneo de un gato. Aturdidos por la contaminación sónica perdemos nuestra capacidad de diferenciar los ruidos normales de la vida.

De la misma manera nos pasa en nuestra vida espiritual. Son muchas las voces que nos hablan; nuestra conciencia, el enemigo, los amigos o compañeros de trabajo, la televisión y la radio.  Por esto, se nos hace difícil distinguir la voz de Dios. No es que él no desee hablar, pero estamos confundidos y apabullados. En ocasiones, entonces, necesita llevarnos al desierto para restaurar en nosotros la capacidad de escuchar su voz. 

Por alguna razón Isaías nos dice:  «Me despierta todas las mañanas, para que reciba sus enseñanzas como todo buen discípulo.» (Is 50.4b) En el silencio de la mañana, cuando aún la ciudad permanece dormida, podemos disfrutar de esa quietud que necesitamos, cuando aún las demandas de nuestras responsabilidades no se han impuesto.

 

2. Restaurar el fruto de nuestro ministerio

En Oseas 2.15a el Señor promete:  «le devolveré sus viñas». Entre otros propósitos él nos lleva al desierto porque quiere restaurar el fruto de nuestro ministerio. En ese sentido Jesús exhorta a los suyos:  «El discípulo que sigue unido a mi, y yo unido a él, es como una rama que da mucho fruto; pero si uno de ustedes se separa de mi, no podrá hacer nada.» (Jn 15.5)

Necesitamos entender la diferencia entre trabajar para Dios y trabajar con Dios. Muchas veces, como pastores y líderes, tenemos el concepto de que trabajamos para Dios y acabamos siendo esclavos y no colaboradores. Dios nos invita a que trabajemos con él. Nos invita, al igual que Jesús durante su ministerio terrenal, a que hagamos las obras que él hace y hablemos las palabras que él habla. Si lográramos sintonizar nuestros oídos espirituales deberíamos poder vivir en esta dimensión. 

A menudo nos embarcamos en diferentes actividades, que luego de mucho esfuerzo, dejan un magro fruto. Nos preguntamos: «¿por qué no obtuvimos resultados?» Quizás hasta cuestionemos a Dios, pero él, desde los cielos, nos responde: «Si yo no te pedí que hicieras eso». Es probable que nuestro proyecto sea bueno y loable, pero si no cuenta con su aprobación, no prosperará.

Quisiera compartirle tres palabras importantes que debemos tener en cuenta para que nuestro ministerio sea fructífero: conectados – receptivos – efectivos. Si permanecemos conectados a Jesús es factible que escuchemos su voz; pero para que ello ocurra y resulte el fruto deseado, necesitamos ofrecer a Dios corazones receptivos. En la parábola del sembrador, en Mateo 13, Jesús cuenta que parte de la buena semilla cayó por el camino, otra, entre piedras, otra parte, entre espinos y la cuarta cayó en buena tierra. Si observamos bien el texto notaremos que la semilla es la misma; lo que cambia es el terreno. El buen terreno (efectivo) produjo frutos a treinta, sesenta y ciento por uno. 

Si queremos que nuestro ministerio sea fructífero, necesitamos ofrecerle a Dios un corazón bien trabajado, humillado, quebrantado, sin cuestiones no resueltas, con expectativas de una fe saludable. El Señor nos lleva al desierto porque quiere que seamos productivos en todo lo que hacemos, en nuestro trabajo, familia, estudios y ministerio.

 

3. Restaurar nuestra perspectiva

El Señor detalla la promesa: «convertiré su desgracia en gran bendición» (Os 2.15b). La Versión Reina Valera dice «haré del valle de Acor una puerta de esperanza». El  valle de Acor en Israel era sinónimo de tribulación. En ese valle Dios había juzgado a una tribu que durante el proceso de conquista se había quedado con el botín prohibido de una nación pagana.

Pablo, cuando escribe a los creyentes en Roma, los anima afirmando que Dios puede usar todas las situaciones para nuestro bien (Ro 8.28). Luego de muchos años de dolor y clamor, finalmente llegó la liberación para Israel. Con mano poderosa los sacó de Egipto y les proveyó todo lo que necesitaron en el desierto. Pero una y otra vez los líderes volvían a Moisés para quejarse y para sugerirle que volvieran a Egipto, que allí la comida era mejor. Dios no solamente quiere sacarnos de Egipto, sino que quiere sacar a Egipto de nuestro corazón.

Podemos ver, entonces, que el Señor permite que pasemos por tiempos de tribulación porque quiere que cambiemos nuestra perspectiva de la vida. En palabras de Jesús, no se puede derramar vino nuevo en odres viejos. Si nosotros queremos dar en el blanco con una flecha, previo al disparo el arco debe ser tensado, para que la flecha tome impulso. Las circunstancias adversas en nuestra vida permiten que nos tensemos, para que Dios pueda sacar de ellas provecho para nuestro crecimiento. 

Hace unos meses necesitábamos con mi familia encontrar una casa para alquilar. En una ciudad en donde los alquileres son altos, las demandas crecen y los requisitos legales son casi imposibles de completar, Dios nos abrió una puerta inesperada. No solamente nos proveyó de la casa que necesitábamos, sino que lo hizo de tal manera que acabamos pagando menos de su valor en el mercado, sin contrato, sin garantías y sin depósito. Previo a este regalo él nos tensó, pues durante muchas noches, con nuestros hijos, antes de acostarnos, orábamos pidiéndole un milagro.

El relato de Job, del Antiguo Testamento, nos ofrece la oportunidad de observar a un hombre justo, que amaba y servía a Dios. Pero fue sorprendido por una serie de calamidades que le causaron estragos económicos, físicos, emocionales y sociales. En medio de su dolor, buscando entender el porqué de su calamidad, se acercó a Dios y confesó: «Lo que antes sabía de ti era lo que me habían contado, pero ahora mis ojos te han visto, y he llegado a conocerte. De oídas te había conocido, pero ahora mis ojos te ven.» (42.5) Es, sin duda, ¡una de las declaraciones más preciosas en la Biblia!

Job no hubiera necesitado de la doble bendición si no hubiera pasado por todo lo que vivió. Dios desea pulirnos como a un diamante, pero para ello, muchas veces permite que el diablo gire la rueda.

Tiempo atrás escuché la historia de una mula que cayó en un  pozo. El dueño, al ver que era imposible sacarla, comenzó a enterrarla con la ayuda de sus vecinos, pero la mula comenzó a pararse sobre la tierra que caía hasta que finalmente salió. Ella usó las paladas de tierra que le arrojaban para matarla como la forma de sobreponerse a su dificultad. Para lograrlo debió descubrir que la paladas de tierra para muerte podían ser, también, paladas para vida.

 

4. Restaurar nuestra alabanza

El Señor visualiza el fruto de su promesa cumplida: «volverá a cantarme como cuando era joven» (Os 2.15c). ¿Cuánto tiempo hace que no sale de su corazón una genuina alabanza a Dios? ¡Sobran motivos para hacerlo! Meses atrás —a manera de ejemplo— Dios me libró de morir electrocutado. El aire que respiramos, la salud, el trabajo, la comida, la familia, la iglesia y tantos otros motivos de gozo, todos, proceden de su mano bondadosa. Dios busca hombres y mujeres que continuamente le expresen alabanza y no «quejabanza». Encontramos un buen ejemplo el día cuando el pueblo salió de Egipto, y Maria, hermana de Moisés, tomó el pandero y dirigió al pueblo en una magnífica alabanza a Dios por la liberación obtenida. El grado de alabanza que hay en nuestros labios y corazones revela el nivel de nuestra confianza en Dios.

Muchas veces Dios nos lleva al desierto para restaurar en nosotros nuestra alabanza, para que volvamos a enamorarnos de él, pues, cuando nos faltan las buenas cosas de la vida que hemos disfrutado, entonces, ¡nos damos cuenta cuánto hemos recibido!  

 

5. Restaurar nuestra libertad

El Señor concluye diciendo: «como cuando salió de Egipto» (Os 2.15d). Para Israel Egipto fue sinónimo de pecado por la esclavitud a la que estuvieron sometidos en aquel país.  De la misma manera, también en nuestras vidas, el pecado nos deja en una condición de esclavitud. Spurgeon, en uno de sus libros logra expresar esta analogía:  «En el mar rojo de la sangre de Jesús, Dios sumergió todo el Egipto de nuestros pecados.» El día en que conocimos a Jesús fuimos liberados completamente, pero con el correr de los días y meses, nos volvemos a cargar. A menudo, por las demandas del ministerio, las frustraciones, las desilusiones y los problemas interpersonales nos llenamos de amargura y resentimiento. Y permitimos que todo eso nos quite el gozo y la libertad de servir a nuestro Señor.

En su carta a los Gálatas Pablo se refiere a esta condición como la de un «insensato»; una traducción más acertada podría leerse: «Gálatas estúpidos». Ellos habían comenzado en la libertad de Cristo, pero con el correr del tiempo volvieron a la esclavitud, a la ley, a la carne. Por esto, el autor de la carta a los Hebreos exhorta a sus lectores: «Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante.» Dios nos lleva al desierto porque quiere restaurar en nosotros nuestra libertad. Quiere que volvamos a ser niños en nuestra fe. Quiere que andemos libres de todo peso que pueda estorbarnos en nuestra carrera cristiana.

Conclusión

Al observar cómo inicia esta promesa profética: «llevaré a Israel al desierto» (Os 2.14ª), notamos que es Dios quien toma la iniciativa de llevarnos al desierto. Estar en el desierto no necesariamente implica que estemos en pecado, pues su propósito es restaurar en nosotros:

  • la capacidad de oír su voz
  • el fruto de nuestro trabajo
  • nuestra perspectiva de la vida
  • nuestra alabanza a él
  • nuestra libertad del pecado

Aunque no entendamos nuestro desierto, este siempre contiene la promesa de romance e intimidad con Dios. Según la declaración de Oseas 2.14 b, Dios promete: «allí le hablaré con mucha ternura, haré que se vuelva a enamorar de mi».

El salmista decía: «Pero no hay razón para que me inquiete, no hay razón para que me preocupe. Pondré mi confianza en Dios mi Salvador. Sólo a El alabaré.» (Sal 42.5) El desierto es un buen lugar para restaurar nuestra confianza en Dios. Asegúrese de que, si está de paso por el desierto, ¡pueda obtener la mayor ventaja posible de su experiencia!

El autor (enrique) ha sido, durante muchos años, pastor de la Alianza Cristiana y Misionera.  Fue, también, decano académico del Instituto Bíblico Buenos Aires.  Es autor de varios libros y, en la actualidad, asiste con la dirección de la oficina Argentina de Desarrollo Cristiano Internacional.   Está casado con Paula y tienen cinco hijos.  Viven en Buenos Aires. © Apuntes Pastorales, edición abril – junio de 2006 / Volumen XXIII – Número 3

 

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